La infancia y la juventud de José María transcurrieron en su ciudad natal. Ya de niño tenía serios problemas respiratorios y su madre solía llevarlo una población cercana a curarse con aguas medicinales. También durante un tiempo vivió en una zona de campo cerca del monasterio de El Miracle (santuario mariano catalán).
No había cumplido los 15 años, cuando falleció su madre Pepita, con tan sólo 40 años. Este hecho marcó al joven José María quien quedó bajo la protección de Constancia, su abuela materna, mientras, por otro lado, la relación con su padre se hacía difícil. En efecto, don Ricardo había recibido una educación victoriana estricta de parte de su madre inglesa, y esperaba imprimir la misma educación en sus hijos; de esta forma, le disgustaban los mimos que la abuela Constancia prodigaba a José María.
En 1936 llegó la guerra. Por ser menor de edad, José María se libró de la cárcel, y durante un buen tiempo se dedicó a dar clases en la parroquia de un pueblo; pero más tarde fue apresado por los republicanos (comunistas), que estaban en el poder en Cataluña desde antes del inicio de la guerra. Estos lo confinaron al campo de concentración de Montjuïc (Barcelona). Una vez triunfaron los nacionalistas (franquistas, año 1939), fue conducido a Burgos, donde completó un año de prisión, hasta su liberación. Estos meses de prisión dejarían una honda huella en su salud, de por sí muy frágil.
Luego de la guerra, José María manifestó su deseo de hacerse monje en Montserrat. Tal deseo causó también un disgusto a su padre, que tenía unos planes bien distintos para sus hijos. Envió a su hijo a la Escuela Industrial de Tarrasa, donde ya habían estudiado los dos hijos mayores, para que allí estudiara también la contabilidad. José María iba, pero especialmente para no contrariar a don Ricardo. “Faltaba a clase a escondidas de mi padre. La contabilidad me parecía muy aburrida y a mí me gustaba más el dibujo y el arte”, comentó en una ocasión.
En octubre de 1941, ya terminados sus estudios, ingresa al Monasterio de Montserrat. En agosto del año siguiente tomó el hábito y recibió el nombre de Llorenç (Lorenzo). Hizo profesión simple el 6 de agosto de 1943 y profesión solemne el 15 de agosto de 1946. Durante esta época, quizás el hecho más importante para dom Llorenç, aparte de convertirse en monje benedictino, fue que su padre, después de muchos años de alejamiento de la fe, volvió a confesarse y comulgar. El hermano Lorenzo, en efecto, había estado orando mucho por que su padre se acercara de nuevo a la Iglesia. Era un hecho que solía relatar a sus sobrinos con emoción y agradecimiento.
El 22 de agosto de 1948, dos años después de su profesión solemne, recibió la ordenación sacerdotal. El mismo año de 1948 fue enviado a la Universidad de Lovaina (Bélgica), donde estudió Historia del Arte y de la Arqueología durante un año. Junto a él viajaba también el padre García M. Colombás, para emprender sus estudios de Historia.
A su regreso al Monasterio, ocupó durante un año el cargo de mayordomo (ecónomo) segundo. Entre 1950 y 1956 ejerció el cargo de hospedero. En 1956 fue nombrado prefecto de la Escolanía (niños cantores), puesto en el que se mantuvo hasta 1961. Finalizada esta labor, pasó a ser subprior de Montserrat, hasta el año 1962, cuando el abad Gabriel M. Brasó le encomendó la dirección del Monasterio de Medellín, todavía dependiente de Montserrat, y donde ya se hallaba un buen número de monjes catalanes y algunos aspirantes colombianos.
Acompañado del padre Bonifacio M. Tordera, quien estaba recién ordenado, y de algunos otros monjes, viajó a Colombia para asumir el cargo de prior, hasta 1967, cuando un grupo de religiosos, encabezados por el mismo padre Lorenzo, decidió partir para el sur de Bogotá, a Usme, a fundar un monasterio en una parte del terreno de la finca San Pedro que había ofrecido la comunidad de Siervas de Cristo Sacerdote para tal fin. La fundación tuvo lugar al arribo de los monjes a la finca, la tarde del 5 de enero de 1968, en las primeras vísperas de la Epifanía del Señor.
La nueva Comunidad, no dependía del Monasterio de Medellín, sino del abad visitador Mauro Elizondo, quien nombró prior al padre Lorenzo. Dos años más tarde, por razones de salud, dejó el cargo en manos del padre Martín Canys y viajó a España.
A su regreso retomó el cargo, que tendría que abandonar nuevamente en 1977, de nuevo por razones de salud. En esta ocasión lo reemplazó el hermano Juan Londoño, hasta 1980, en que dom Lorenzo regresó a Colombia para seguir al frente de la Comunidad. No fue hasta finales de 1990 que renunció definitivamente al cargo de prior. Fue en ese momento que el Capítulo del Monasterio eligió como nuevo prior al por entonces maestro de novicios, el padre Guillermo Arboleda, quien se posesionó en febrero de 1991.
Desde su fundación y bajo la dirección del padre Ferrer, Usme se convirtió en un referente de vida espiritual para la Arquidiócesis de Bogotá. Afluían constantemente grupos de religiosos y laicos, de todas las corrientes ideológicas y aun de otras confesiones religiosas. Eran los tiempos del posconcilio y se buscaba una nueva identidad en todas las actividades de la pastoral y la espiritualidad católicas. El padre Lorenzo y los fundadores quisieron ofrecer un estilo de vida contemplativa simple en el espíritu de la Regla de San Benito y según las exigencias de los tiempos; el padre Lorenzo fue invitado con frecuencia a dar charlas y conferencias sobre temas diversos, tanto al clero diocesano como a distintas comunidades religiosas y centros de formación.
Si bien la Comunidad fue creciendo lentamente, ya en 1987, siendo todavía visitador el abad Elizondo, Santa María de la Epifanía obtuvo la independencia. Tras este paso, el Capítulo del Monasterio reeligió a dom Ferrer, quien conservó el cargo cuatro años más.
Luego de entregar el cargo de prior al padre Arboleda en 1991, como ya se había señalado, el padre Lorenzo viajó a España, donde permaneció un año. A partir de su regreso, en 1992, se dedicó principalmente a la dirección espiritual y, por ratos, a la pintura y a la fotografía, actividades a las que siempre fue aficionado; siguió también torneando cálices y patenas en madera.
Como director espiritual, fueron muchas las personas, laicos y religiosos, que solicitaron su consejo. Admiraba en él su comprensión de la naturaleza humana y su deseo de mostrar siempre el rostro misericordioso de Dios. A todos los que dirigía les solía hablar con mucha franqueza, aunque fuera doloroso, pero lo hacía con la certeza de que la verdad traería la salud a la persona a quien se dirigía. Fueron muchas las personas que se confiaron a él, aunque fuera por correspondencia, que contestaba puntualmente mientras se mantuvo con fuerzas para hacerlo.
Lo más notorio de su carácter era su sentido del humor tan fino, que mantuvo aun durante su prolongada enfermedad. Gracias a ello, sabía hacer amenas las conversaciones, pues tenía además el don de saber contar chistes, cuyo repertorio era amplísimo.
Era ejemplar su amor por el Oficio Divino, especialmente por las Vigilias, a las que asistía con toda puntualidad. “Es la hora más contemplativa del día”, solía repetir. En los últimos años, cuando ya era difícil para él el ejercicio de vestirse, se ponía en pie desde las 3 y media de la mañana para poder estar a tiempo en la oración. Al punto que en más de una ocasión se confundió hasta levantarse a las 2:30 y bajar a la capilla una hora antes de la hora prevista. Entonces, al notar su error, y como le era difícil subir y bajar escaleras, se sentaba solo en el coro, oraba y repasaba las lecturas bíblicas y patrísticas del día, hasta que llegaban los demás hermanos para la oración común. Al notar sus dificultades y preocupado por su salud, el padre Abad le sugirió alguna vez que no volviera a Vigilias, no fuera a enfermarse. “Por favor, padre, no me quite lo que más me gusta”, fue su única respuesta.
Solíamos reír de la anécdota que contaba, de que cuando era niño los médicos le habían dicho que no pasaría de los 50 años. Vivió cuarenta y un años de más. Sufría del corazón y su sistema respiratorio era muy delicado. En 2008, durante su último viaje a España, los médicos le hallaron un principio de cáncer en la piel de la cara, que le fue extirpado quirúrgicamente. Además padeció de una artritis que le causó alguna deformidad en las manos y principalmente en los dedos de los pies. A pesar de eso, siempre se negó a trasladarse a una celda de la planta baja, pues consideraba que subir y bajar escaleras era el único ejercicio que podía hacer y que lo mantenía activo.
Sin embargo, a partir de agosto de 2009 el dolor en los pies lo obligó a recurrir a la silla de ruedas para desplazarse por el Monasterio. Sólo caminaba en su celda. Y este hecho lo fue reduciendo poco a poco a quedarse en la cama y bajar solamente a las eucaristías de los sábados y domingos, primero por sus propios pies, pero en los meses más recientes, el hermano Carlos, quien en sus últimos años lo acompañó como enfermero, lo llevaba en brazos hasta la silla de ruedas que lo esperaba en el primer piso.
Fue perdiendo poco a poco la capacidad de moverse solo, aún en el ámbito de su celda, lo que obligaba a sus asistentes a estar pendientes de sus intentos por movilizarse. Bastó un momento de soledad para que uno de estos intentos por caminar solo le causara un accidente. Fue el 11 de noviembre de 2010, mientras la Comunidad almorzaba, cuando sufrió una caída que le fracturó el fémur. Faltaban cuatro días para que cumpliera 91 años. Estuvo casi quince días en el Hospital de Rionegro, donde los médicos descartaron una operación, debido a su avanzada osteoporosis. A eso se sumaba una neumonía que lo aquejaba desde hacía algunos meses y que no fue posible desaparecer del todo.
Su declive se prolongó por un mes y medio, hasta el 4 de enero de 2011 en que falleció, hacia las 22:05. Durante los últimos tres o cuatro días, al ser evidente que ya se acercaba el desenlace, toda la Comunidad se volcó día y noche a acompañarlo y había constantemente por lo menos dos o tres hermanos a su alrededor. Algunos rezaban los salmos, otros le cantaban o le ponían el disco de la Escolanía cantando el Virolai (canción catalana dedicada a la Virgen de Montserrat). Le gustaba también que le cantáramos su salmo favorito, el 121: «¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!».