lunes, 28 de junio de 2010

Conferencia del Sábado Santo 2010

Este es el texto de la conferencia del Sábado Santo de 2010, presentado por el P. Humberto Rincón en la iglesia del Monasterio.

DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABADONADO?

Este día, dentro del triduo pascual, es un día de silencio, un día muerto, un día con cierto tono de tristeza, en el que aparte de la Liturgia de las Horas, no hay ninguna otra celebración litúrgica. No hay Eucaristía, como ayer Viernes Santo tampoco la hubo.

Se celebra, de alguna manera, la sepultura de Jesús. El hecho de que de verdad Jesús estuvo muerto. No se trató de una apariencia de muerto, como algunos argumentaron en la antigüedad.

Todavía resuenan en nuestros oídos las palabras de Jesús en la cruz en el relato de la Pasión según San Marcos y que cantamos como salmo responsorial el Domingo de Ramos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

¿En verdad el Padre Dios abandonó a su hijo predilecto en la cruz? ¿Permitió que lo mataran de una muerte tan cruel? ¿No pudo hacer nada para salvarlo de esa muerte, para evitar esa muerte? ¿Qué Dios es ese?

Esas preguntas están en el trasfondo de mi reflexión de esta mañana.

1. El pasado 7 de marzo, en el tercer domingo de Cuaresma, a propósito del Evangelio que nos narraba la posición de Jesús ante las tragedias humanas que sucedían en su tiempo y que en el pensamiento común se atribuían a un castigo de Dios, afirmaba en la homilía que Dios no castiga a nadie (y tampoco premia a nadie) con ese tipo de sucesos. Y los invitaba a acoger el llamado del Señor a asumir nuestra propia vida con responsabilidad, aprovechando los dones que Dios nos ha dado, dejando vivir al Dios que habita al interior de cada uno.

Pues bien, todo muy claro hasta ahí. Pero no abordé entonces la problemática de Dios y el problema del mal: ¿Dios no tiene nada que ver con ese mal? o ¿por qué no evita el mal si es Dios?

Observemos cómo en nuestro mundo los males han ido en aumento, pero en aumento escandaloso, en vez de ir disminuyendo; es algo que escandaliza y nos obliga a pensar en lo que está sucediendo, y sobre todo, en qué tiene que ver Dios con este gravísimo problema.

Cuando uno vuelve la mirada a la historia y observa que los humanos nunca han estado en paz, que las guerras siempre han estado presentes, que el siglo XX ha sido el más violento de la historia de la Humanidad y que el XXI ha comenzado y sigue en las mismas. Cuando hemos podido ver que el fanatismo religioso ha hecho estragos y sigue haciéndolos… Cuando recordamos a personas como Hitler, Stalin, los dictadores de A. Latina en los años 70, los Talibanes, Bin Laden, Al-Qaeda. Cuando escuchamos relatos de la crueldad de la guerrilla, o de los paramilitares, o de los falsos positivos del ejército… En fin, al ver tantísima masacre entre humanos uno se pregunta ¿y Dios no puede hacer algo en estas situaciones?

Estamos impresionados todavía por los terremotos recientes de Haití y de Chile ¿fueron mandados por Dios? ¿Fueron permitidos por Dios?... O ¿qué tiene Dios que ver con esos fenómenos naturales.

Cuando uno observa la SUPERABUNDANCIA DEL MAL se pregunta ¿tendrá esta situación remedio? Y si la tiene ¿quién se lo va a poner? ¿Quién se encargará de hacer justicia ante tanta injusticia? ¿Qué hace Dios mientras tanto?

Cuando serenamente presenciamos la OMNIPRESENCIA DEL MAL y el oscuro porvenir que se vislumbra uno se pregunta ¿vale la pena creer en Dios? ¿No será mejor prescindir de él y dejar que las cosas las arreglemos nosotros solos sin contar con él?

Los que se profesan ateos tienen ante esta realidad desconcertante el argumento más claro para afirmar su posición y negar la existencia de Dios. Si Dios existe ¿por qué permite el mal?

2. Tal vez nuestro problema, nuestro planteamiento, tiene su historia. El problema no se planteaba así en los primeros años del cristianismo cuando estaba tan fresco el Evangelio, cuando se entendía y se acogía con fe al Dios revelado por Jesús, manifestado por él mismo con su vida, sus acciones y su palabra.

El problema surge cuando los filósofos y teólogos cristianos asumen la filosofía griega, y le aplican al Dios de Jesús las categorías de los dioses griegos, sobre todo la más importante para ellos: DIOS ES OMNIPOTENTE. Todo lo puede. Se abandona entonces al Dios amor de Jesús, al Dios que es gratuidad y que nos invita a amar también con amor gratuito.

Esto no es cuestión de palabras: de si es mejor “Dios omnipotente” o “Dios amor gratuito”. Está en juego nuestra visión de Dios y en consecuencia nuestra visión del hombre, del ser humano, y el sentido de nuestra existencia como creyentes en Dios.

3. Ya en la antigüedad existió un filósofo ateo: Epicuro. Es un filósofo griego casi contemporáneo de Jesús, quien critica la religiosidad de los griegos, y niega la existencia de Dios, precisamente aprovechando el argumento de que “si el mal existe, Dios no puede existir”. “Si Dios es omnipotente, ¿cómo es que existe el mal?”

Veamos su argumentación en un esquema de cuatro posibilidades, un argumento muy bien hecho y que no podemos esquivarlo, so pena de no ser justos con nosotros mismos y con los demás. Epicuro proponía cuatro posibilidades:

1ª. Dios “puede” acabar con el mal y “quiere”
2ª.- Dios “no puede” acabar con el mal, pero “sí quiere”
3ª.- Dios “puede” acabar con el mal, pero “no quiere”
4ª.- Dios “ni puede” acabar con el mal, “ni quiere”.

Lógicamente que un Dios que no quiera acabar con el mal, es sádico y no vale la pena que exista. Pero si puede y quiere y aún existe, ¿para qué vale? Para nada. Y lo mismo ¿para qué sirve un Dios que no pueda acabar con el mal? Total que ninguna de las posibilidades tiene sentido. Conclusión: Dios no es necesario para nada, no existe, lo hemos inventado nosotros.

Como vemos es un argumento muy fino, muy sutil, y quienes creemos tenemos que hacerle frente porque es precisamente uno de los argumentos más fuertes que presentan los ateos, para afirmar que Dios no existe.

No es un juego de palabras, ¡¡NOO!! Es un argumento muy serio y que toca la fe en Dios. Tan importante es enfrentarnos a este argumento, que de la postura que tomemos, depende nada menos que nuestra fe. De la postura que tomemos, aparecerá el Dios predicado por los filósofos griegos, el que predicamos en nuestra Iglesia durante siglos y aún sigue vivo, o nos acercamos al Dios que nos predicó Jesús. Hemos de volver sin duda a las fuentes, a LA PALABRA, a Jesús de Nazareth, a su persona, a su mensaje, a su vida toda.

4. Al asumir el pensamiento cristiano la filosofía griega y su manera de entender a Dios como el omnipotente, inconscientemente hizo una opción por una de las alternativas propuestas por Epicuro, la primera: “Dios PUEDE acabar con el mal, y QUIERE”. Ese es tal vez nuestro pensamiento, el de los que estamos aquí: Dios todo lo puede, y Dios quiere acabar con el mal.

Pero entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué sigue habiendo tanto mal en el mundo y sigue en aumento?

La respuesta es bien fácil en esta manera de pensar: Al Dios que todo lo puede y quiere acabar con el mal, HAY QUE PEDIRLE CON FE, HAY QUE PEDIRLE CON INSISTENCIA. Funciona como los políticos y la política, hay que conseguirse una buena palanca, hay que buscar la intercesión de los santos que son amigos cercanos a él.

En definitiva: todavía hay mal en el mundo porque nos falta fe para pedirle a Dios. Si en Colombia todavía no hay paz es porque son muy pocos los que rezan de verdad pidiendo la paz. Cuando hace 10 años mi madre estaba enferma de cáncer y yo le pedí a Dios por ella, y resultó muriendo de una neumonía, es que me faltó fe en mi oración. Yo soy el culpable, porque Dios quiere y todo lo puede. No me hizo el milagro porque me faltó fe.

Este Dios, será omnipotente, pero es sobre todo caprichoso, que a los enfermos a unos los cura y a otros no. A unas personas las libra de la muerte y a otras no (como a su amado hijo Jesucristo). En un accidente unos mueren y otros quedan vivos. En un terremoto unos mueren instantáneamente, otros quedan sufriendo un tiempo más y otros quedan vivos. A unos secuestrados libera y a otros los deja pudriéndose en la selva, y así podríamos seguir hablando de todos los males que nos aquejan.

Ese Dios omnipotente, además de caprichoso, ya decíamos antes que es politiquero, pero también es:

  • paternalista (Nos deja infantiles. Siempre habrá que acudir a él si queremos salir adelante. Le encanta que le estemos siempre pidiendo que resuelva nuestros problemas).
  • “tapahuecos” (nos acordamos de él cuando nos van mal las cosas, le rezamos para que nos vaya bien en el viaje, en una entrevista, en un examen, para que consiga trabajo, para que el marido cambie, etc. Cuando las cosas van bien, ese Dios no asoma, no lo necesitamos —es para tapar huecos—).
  • “adivino”, conoce el futuro (lo que voy a hacer ya lo sabe, conoce la fecha de mi nacimiento y de mi muerte, todo lo tiene ya escrito, no tengo libertad alguna para nada).
  • “exigente y amenazador” (hay que hacer buenas obras para tenerlo contento, hay que estar bien con él para que cuando lo necesite no me vaya a negar lo que le pido).
  • “incapaz de amar gratuitamente” (ama al que se porta bien y castiga al que se porta mal). Es el Dios que obra según el criterio: “si me das, te doy”.
  • “milagrero”, y como ya vimos antes, injusto pues a unos les hace milagros y a otros no.
  • “sagrado” y “mágico” (lejano de nosotros, intocable, que requiere de ritos bien hechos para que nos atienda, ritos vacíos sin vida, sin verdadera fe).
El ser humano correspondiente a este Dios, es un ser sin libertad, irresponsable, incapaz de amar gratuitamente, mágicamente religioso, que cumple aparentemente las leyes sin asumirlas de verdad, pecador, incapaz de fe auténtica porque tiene miedo a Dios.

5. Busquemos solución a nuestro problema de Dios y el problema del mal: volvamos al planteamiento de Epicuro, y tomemos de ahí una solución invirtiendo los términos de la segunda proposición: DIOS QUIERE ACABAR CON EL MAL, PERO NO PUEDE.

Los invito también a volver a la Palabra, al Evangelio, a la Buena Nueva de Jesús. Los invito a recordar al Jesús que hemos contemplado en estos días de cuaresma en nuestra Lectio. Al Dios revelado por Jesús en la parábola del Padre misericordioso. Al Dios revelado por Jesús en el encuentro con la mujer adúltera.

Al afirmar entonces que DIOS QUIERE ACABAR CON EL MAL, PERO NO PUEDE, ¿Estamos negando que Dios, el de Jesús, es OMNIPOTENTE? No, no lo negamos, solamente que cambiamos el sentido de la omnipotencia. No cometemos el error de nuestros cristianos del siglo III, que al poner en primer lugar la Omnipotencia antes que el Amor Gratuito, desbancaron el mensaje de Jesús. El Dios que nos predica Jesús no es omnipotente al estilo griego, es ante todo AMOR GRATUITO y desde el amor, es omnipotente. Expliquémonos mejor: Dios todo lo puede, pero ¡desde el amor! Su omnipotencia depende del amor. Dios todo lo puede, dirá Jesús, pero en el amor, esto es, siempre y cuando nosotros, amorosamente le dejemos obrar. Por eso puede hacer lo que amorosamente puede hacer, si el ser humano le deja obrar.

Si Dios me ha creado libre, porque me ama, NUNCA me quitará la libertad. Si Dios me ha hecho creador con él –cocreador-, nunca intervendrá en la naturaleza haciendo milagros… por la sencilla razón de que me deja libre, me deja responsable y ama a todos gratuitamente. Por eso, si cura a uno sólo, tendría que curar a todos, porque todos somos sus hijos e hijas. Dios sería un sádico si curara a unos y a otros los dejara en su enfermedad. Si a unos los librara de la muerte y a otros los dejara morir en un accidente.

Si Dios me ama gratuitamente nunca podrá hacer ningún daño, ningún mal. Por eso no puede tolerar, si dependiera de Él, que alguien muera de hambre, que haya violencia, guerras, malos tratos, injusticias. Si las hay, es que Él no puede hacer nada para evitarlas, pero nos ha dado la libertad y la capacidad para superar el mal. El mal que existe no depende de Dios, sino del ser humano, que no ama, que se busca a sí mismo, olvidándose de la responsabilidad que tiene sobre el hermano, a quien debe amar también gratuitamente.

Claro está que no somos tan libres como creemos y deseamos, porque nacemos con nuestras tendencias torcidas y apegos que nos limitan.

Estamos entrando en OTRO MUNDO DIFERENTE, en OTRO DIOS totalmente diferente al de la filosofía.

Leyendo el Evangelio, conociendo al Jesús que aparece allí, vemos y sentimos que Jesús LUCHA CONTRA EL MAL de una manera vital y decidida, tanto que por luchar contra el mal, LO MATAN EN UNA CRUZ, prueba evidente de que Dios no quiere el mal.

Pero también la vida de Jesús es prueba evidente de que Dios NO PUEDE ACABAR CON EL MAL: recordemos la oración de Jesús en Getsemaní y entenderemos mejor.

Este argumento, esa realidad dolorosa de Jesús, esa impotencia de Jesús frente al mal que se le viene encima, nos muestra con toda claridad, que el Dios que Jesús predica no es omnipotente a la manera de la filosofía griega, que el Dios de Jesús no interviene en las decisiones de los humanos, y si los humanos deciden matar a su propio Hijo, pues lo matarán y ÉL no intervendrá en nada.

DIOS NO NOS PUEDE LIBRAR DEL MAL FÍSICO ¡NUNCA! Si no libró a su propio Hijo, ¿cómo rogarle que nos libre a nosotros?

Dios no nos libra del mal físico, pero SÍ NOS AYUDA A SUPERAR EL MAL FÍSICO. Es también lo que se nos enseña en Getsemaní: dice Lucas, que “se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba”; no lo libró de la cruz, pero le fortaleció para que la superara, y pudiéramos verle tan sereno, tan dueño de sí, tan profundamente humano, tan divino, que desde la cruz nos dice: “Abbá, perdónales, no saben lo que hacen” y bien sabían que mataban a un ser humano, pero el pecado, el orgullo, el ansia de poder, el tener criterios equivocados respecto a Dios, les lleva a matar creyendo que esa es la voluntad de Dios y que dan gloria a Dios con esa muerte.

6. Veamos, pues, qué Dios nos revela Jesús:

Ese Dios es AMOR GRAUITO: ama porque quiere amar.
Es la más linda revelación de Jesús. Es lo más genuino de la revelación de Jesús. Un Dios QUE AMA GRATUITAMENTE, no se percibía en el A.T., es Jesús quien nos lo ha revelado.

Por eso, Jesús no nos dejó 10 mandamientos, sino uno sólo: “ámense porque Dios les ha amado a ustedes”… Y no hay más mandamiento que ese. Y es que no podía haber otro, porque el amor gratuito NUNCA PONE LEYES NI MANDAMIENTOS A NADIE… Si así hiciera, no sería amor gratuito.

Es un Dios Creador de vida y para que vivan, crea con gozo:
Lo primero que se advierte en la Biblia es que Dios crea gozosamente, y crea vida, no muerte. Y que al crear se siente feliz, goza creando, y cuando ve lo que ha creado, afirma que “es bueno” y cuando crea al ser humano afirma el autor sagrado que es “muy bueno”.

Es un Dios que ama la vida, “y nada de lo que ha creado lo destruye” es un Dios que desea, que anhela que los vivientes vivan, y por eso, cuando el ser humano, su obra preferida y predilecta, muere, LE REGALA LA VIDA DEFINITIVA, porque no puede tolerar en su amor gratuito, que ninguno de sus hijos e hijas, quede sin vivir, y es un regalo, no por méritos propios del ser humano.

Pero es un Dios que no crea cada cosa, sino que CREA-CREANDO. Esto es, que crea en evolución. Las cosas van naciendo porque su inteligencia ha puesto vida en la materia, y leyes físicas capaces de recrear la vida.

Y por que ama, “crea a su imagen y semejanza”, desea que lo creado disfrute de su misma vida, y que algunas de sus criaturas, los seres humanos, sean COMO ÉL.

Es un Dios que crea libremente y crea seres libres
Dios anhela que en la evolución llegue alguien que sea un “tú” para Él. Esperó siglos y siglos a que naciera el ser humano, libre y con capacidad de amar para entablar con él una relación de amistad, de amor.

Un Dios que se arriesga tantísimo, pues al crear un ser libre, se expone a lo que ya vemos que se ha expuesto, a que ese ser libre, tocado en su libertad, pueda hacer tantísimos males… Pues a pesar de saber que eso ocurriría, lo creó, se arriesgó, por que el amor siempre se arriesga a creer en la otra persona. Quien no ama, nunca crea seres libres; quien no confía, nunca puede generar libertad en las personas.

Es un Dios que se somete a la libertad del hombre creado por ÉL.
Recordemos la parábola del Padre misericordioso que leíamos el 4º Domingo de Cuaresma.

Pareciera un disparate, pero es una bellísima realidad. ASÍ es nuestro Dios, el que nos regaló Jesús. Lo que decida el ser humano, eso es lo que se hará. Dios no interviene para nada. Si decide usar mal de su libertad, Dios calla y espera… Dios se oculta y espera. Dios está llamando a la puerta del ser humano y espera… Si le abre, bien, y si no le abre… equivocará su camino y acabará con la humanidad…

El hombre puede decir sí o no a Dios y Dios calla. Ni castiga, ni tan siquiera se hace sentir advirtiendo o regañando. Si el ser humano encuentra en su camino otro ser que le muestre cómo es Dios y es acogido, sucede la conversión y el ser humano cambiará, pero Dios no habla con nadie directamente, porque no puede… No interviene en la historia a no ser que el hombre le deje intervenir y al intervenir, potencia la libertad del ser humano para que realice el bien.

Es un Dios amigo del hombre, su mejor amigo:
Si Dios nos ama gratuitamente y nos ha creado libres, no es para olvidarnos, para dejarnos en el camino, para desentenderse de nosotros. ¡¡NOOO!! Él nos ha creado libres, porque desea que libremente nosotros nos acerquemos a él con plena libertad, con confianza. Él quiere relacionarse con nosotros en libertad, y cuando dos seres libres se comunican ¡¡¡NACE LA AMISTAD!!!

Dios quiere que nos comuniquemos libremente con ÉL. Quiere nuestra amistad, se siente feliz cuando el ser humano le tiene como amigo. Jesús nos lo dice con toda claridad en el evangelio de S. Juan: “a vosotros ya no os llamo siervos sino amigos, porque les he dado conocer todo lo que el Padre me ha revelado”. Dar a conocer toda mi intimidad a otro ser libre, ¡¡es AMISTAD!! y eso es lo que ha hecho Jesús con nosotros, y quiere seguir haciéndolo. Él está esperándonos, de nosotros depende si le hacemos caso o no.

Y como buen amigo, no depende de mi comportamiento que continúe o no siéndolo. Él siempre es amigo porque me ama gratuitamente. Me porte como me porte, Él siempre me ama y quiere ser mi amigo.

Es un Dios que no interviene en el mundo físico.
Nuestro Dios, el de Jesús, no interviene en el mundo físico. Ni tan siquiera en la Historia de la Humanidad, a no ser que el ser humano le deje entrar en su historia. Pero ni aún así interviene en el mundo físico. Esa labor se la ha encomendado al ser humano y la respeta totalmente. No hace llover, no hace salir el sol, no nos da directamente la vida, no quita la vida a nadie, no cura ni libra de la muerte física. Desde que el hombre asomó en este planeta Tierra, Dios se ocultó y dejó en manos del ser humano el devenir de la Tierra y el devenir de su historia.

Si el hombre admite a Dios en su vida, la Historia será Historia de Salvación si lo rechaza, pues ya vemos en qué se convierte nuestra historia. No perdamos el tiempo pidiendo a Dios lo que Dios no puede hacer. Responsabilicémonos de lo que nos toca hacer, y si no alcanzamos, pues no alcanzamos.

Es un Dios que crea CO-CREADORES.
Una de las bellezas de nuestro Dios, es que ha encomendado al ser humano la responsabilidad de su propia vida, y de la Tierra en la que ha nacido. Dios está presente recreando la vida, pero ha encomendado al ser humano que haga realidad esa recreación constante de Dios.

¡¡¡Dios anhela que su criatura más amada, el humano, tome seriamente en sus manos la responsabilidad de crearse a sí mismo!!!, (madurar, educarse), de ser cocreador de otros humanos (hijos, prójimos…) ¡¡¡y de cocrear la creación!!!

Esa es nuestra vocación de seres humanos. Realizándola nos hacemos divinos y este mundo estará libre del mal, y los humanos viviremos felices, que para eso nos ha creado Dios.

7. De todo lo dicho anteriormente queda la verdadera imagen del ser humano según el Dios de Jesús:

- Libre, amado gratuitamente, amigo de Dios, co-creador, responsable de sí mismo, responsable de sus hermanos.
- El humano es responsable de su crecimiento y pide ayuda a los otros.
- El ser humano es autónomo, no depende de leyes, sino del amor gratuito. No tiene que robar a los dioses —como hacían los griegos— la libertad, se la han regalado gozosamente porque es amado gratuitamente.
- El ser humano es un ser vocacionado: un ser con sentido de vida, con finalidad. Un ser invitado a participar del plan de Dios, un ser llamado a vivir divinamente. Un ser invitado a colaborar con el creador.
- El ser humano es un ser llamado a la felicidad en la fidelidad, claro que para lograrlo tendrá que aprender a ser libre, a ser responsable, a vivir su vocación de cocreador. La felicidad aquí en la tierra no es un regalo, hay que luchar para conseguirla. No así la vida eterna, que es regalo de Dios porque es “bueno”.
- El ser humano no sólo es amigo de Dios, sino HIJO DE DIOS. Es consecuencia de la revelación de que Dios nos ama gratuitamente. Somos hijos, no cualquier cosa. No somos dejados en esta tierra y olvidados. NO… Él está con nosotros siempre, claro que yo lo tengo que dejar entrar en mi vida. Y dejarlo entrar como Padre, no como juez.
- El ser humano está llamado a vivir eternamente. Nuestro Dios porque nos ama gratuitamente, nos da como regalo la vida eterna. ¡¡SOMOS ETERNOS!!
- El ser humano es invitado a ser “sacramento de Jesús”, esto es, a que viva de tal manera que viéndole, los demás digan, “así debió de vivir Jesús”. Invitados a vivir como Jesús, el hombre por excelencia, el modelo de ser humano y de hijo de Dios.
- El ser humano está llamado a “abrir espacios en esta tierra, al Reino de Dios”. A dejar que Dios reine, a dejar que el Espíritu de Cristo resucitado penetre y sature el corazón de todos.
- El ser humano está llamado a vivir “la utopía del Reino”, esto es, que a pesar de los pesares, a pesar del mal, somos llamados a la esperanza de que hay un futuro mejor, pero no allá solamente, sino acá en esta tierra también. Y esa esperanza, la hacemos poco a poco realidad en nuestra persona y en nuestro entorno de vida.
- El ser humano es llamado a ser responsable de sí mismo. A crecer día a día en humanidad, en divinidad.
- El ser humano es una persona comunitaria, vive entre hermanos, pues todos somos hermanos por voluntad del Creador.

8. Dispongámonos a celebrar el misterio central de nuestra fe: la Resurrección de Cristo. Celebremos que Cristo está vivo, que su vida no terminó en el fracaso y en el absurdo. Acojamos con fe y decisión la gracia de Cristo resucitado que es su mismo Espíritu. El Espíritu Santo es el don, el regalo de la pascua. Renovemos con sinceridad esta noche nuestro compromiso de vivir la vida nueva del resucitado muriendo al pecado y viviendo para Dios que todo lo puede, si lo dejamos.

Conferencia del Viernes Santo 2010


Presentamos un resumen de la conferencia del Viernes Santo de 2010, que ofreció el P. Francisco Arturo Yepes en la iglesia del Monasterio (el título es del editor del Blog).

LA MUERTE DE JESÚS POR EL REINO DE LOS CIELOS

§ Jesús no era un ingenuo, sabía de la posibilidad de un final violento. Vivía en peligro constante.

§ No fue fácil para él vivir teniendo en el horizonte un final violento.

§ No fue un suicida. Llega a ese final violento por fidelidad al proyecto de Dios de manifestar su amor incondicional a la humanidad.

§ Su muerte fue una consecuencia lógica de su predicación sobre Dios.

§ Entiende su muerte como testimonio al servicio del Reino de Dios.

§ Lo han matado, pero no lo han podido aniquilar.

§ Dios estaba con él sosteniéndolo. No quiere ver sufrir a Jesús, no quiere un final trágico, quiere que sea fiel hasta el final.

§ Padre e Hijo están unidos en la muerte, unidos contra el mal y la muerte.

viernes, 25 de junio de 2010

Conferencia del Jueves Santo 2010

A continuación publicamos el texto de la conferencia del Jueves Santo de 2010, ofrecida por el Hno. Frey Narváez en la iglesia del Monasterio.

MUCHOS EVANGELIOS, MUCHAS EUCARISTÍAS

Un texto del capítulo 16 del evangelio según san Juan pone en labios de Jesús estas palabras: “Les conviene a ustedes que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito” (Jn 16, 7). Esta frase de Jesús nos da ya una clave feliz sobre la forma en que debemos entender el Santo Triduo Pascual, que inicia hoy con la misa de la Cena del Señor.

Cuando una mujer va a dar a luz, sabe que pasará por muchos dolores, pero al tiempo sabe que vendrá el hijo esperado, y esa alegría por el que va a nacer le hace olvidar la pena del parto, como lo señala Jesús en el mismo evangelio de san Juan (16, 21-22). En general, los creyentes siempre solemos dar un tono de tristeza a estos días del Triduo, pero con bastante frecuencia nos quedamos en los tonos grises y olvidamos la luz que hay tras el dolor, la alegría de la Pascua, la felicidad de la vida nueva en Cristo. Así pues, la Pascua empieza hoy, porque desde hoy hacemos memoria y participamos del Paso de Jesús de este mundo al Padre. Así que, como en aquel canto pascual, “¡vivamos la alegría dada a luz en el dolor!” (Nuestra Pascua, L. Deiss).

La promesa de Jesús acerca del Paráclito, que he citado al comenzar, está incluida en los discursos que, según el evangelista, dio el Salvador a sus discípulos durante la última cena, antes de su pasión. Esa promesa de vivificación por el Espíritu está inserta, pues, en los misterios que meditamos en la misa de la Cena del Señor que celebraremos esta tarde: La eucaristía y el mandamiento del amor, representado por el lavatorio de los pies. Veamos entonces qué nos quiere enseñar a nosotros la liturgia en este día.

I. La Eucaristía

El primer texto que nos aproxima al misterio de la eucaristía es el del libro del Éxodo. En él se nos narra el mandamiento recibido por Moisés de parte de Dios, para que el pueblo de Israel sacrifique un cordero, con cuya sangre se debían rociar las puertas de las casas, como señal ante el Ángel que habría de exterminar a los primogénitos egipcios. Se prescribe además la comida del cordero y la celebración de esta misma comida anualmente, de generación en generación. Este es el mandamiento fundacional del Pésaj, la pascua judía.


Encontramos, pues, tres elementos en este texto mosaico: el sacrificio del cordero, la muerte de los primogénitos y la memoria anual de esta pascua.

Y en estos tres elementos, a mi modo de ver, se observa claramente la figura de Jesucristo. Cristo es el cordero inmolado, como nos lo recordó Juan el Bautista, como nos lo recuerdan las liturgias celestiales descritas en el libro del Apocalipsis, como nos lo recuerda también la antífona de comunión de la Vigilia Pascual, tomada de la primera carta a los Corintios: “Cristo, nuestra víctima pascual, ha sido inmolado” (1 Co 5, 7). San Juan Crisóstomo, en un texto de sus Catequesis que escucharemos mañana en las vigilias, y junto con otros Padres de la Iglesia, vio también en la sangre del cordero pascual “una profecía de la sangre de Cristo” (Catequesis 3, 14).

Cristo, además, es el Primogénito de toda criatura, como nos lo dice el cántico de la carta a los Colosenses: “Él es… el Primogénito de toda criatura, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles” (Col 1, 15-16).

Y, por último, al igual que con la comida pascual prescrita por Moisés, de la cual dice el libro del Éxodo: “lo celebrarán ustedes de generación en generación” (Ex 12, 14), de ese mismo modo Jesús, nuevo Moisés, nos dice en la última cena: “hagan esto en memoria mía” (1 Co 11, 24.25).

Por tanto, podemos encontrar ya tres elementos que conectan la cena pascual de la Antigua Alianza, con la nueva comida pascual instituida por Jesús en la última cena. Él es el cordero: “Este pan es mi cuerpo que se entrega por ustedes; este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre” (Lc 22, 19.20). El es también el Primogénito que muere por nuestra salvación. Y tenemos la Eucaristía como memorial de ello, celebrado de generación en generación.

Y de esta institución eucarística, encontramos el testimonio más antiguo en el texto de la primera carta a los Corintios que escucharemos hoy en la segunda lectura. Este texto está enmarcado por una larga amonestación de Pablo por el comportamiento de los corintios durante la acción eucarística. En estas reuniones, los ricos comían la cena fraterna, previa a la eucaristía propiamente dicha, sin esperar a que llegaran los pobres que tenían que caminar desde el campo, pues en su gran mayoría eran jornaleros. Así, cuando los pobres llegaban, ya los ricos habían comido.

De esta manera, Pablo les reprocha: “Así pues, tal como ustedes se reúnen en común no es posible comer la cena del Señor, pues cada uno se adelanta a comer su propia cena, y uno pasa hambre mientras que otro está ebrio. ¿Es que no tienen ustedes casa para comer y beber? ¿O quieren despreciar a la Iglesia de Dios y avergonzar a los que no tienen?” (1 Co 11, 20-22).

Ante este comportamiento de los corintios, Pablo les recuerda el porqué y el para qué de la Eucaristía. El porqué está en la memoria de la Nueva Alianza, que ya mencionamos: “Haced esto en memoria mía”. El para qué está en el anuncio de la muerte del Señor. Este porqué y este para qué están abarcados por un marco temporal, que inicia “la noche en que iba a ser entregado” y termina “hasta que vuelva”. De este modo, el misterio de la Pascua cristiana está en permanente actualización. Cada vez que se celebra la Eucaristía, hacemos viva la presencia del Señor, en medio de la comunidad y materializado —por así decirlo— en la misma comunidad cristiana, que es también el Cuerpo de Cristo. Como lo expresó Louis Bouyer, Cristo, en la última cena “invitó al banquete mesiánico, al banquete de la reconciliación, a todos los hijos de Dios dispersos, a quienes su muerte voluntaria debía reunir en su propio cuerpo”. Y Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis mistagógicas (IV, 3), decía que, al tomar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos hacemos “concorpóreos y consanguíneos” suyos, es decir, nos hacemos un solo cuerpo y sangre con él.

Teilhard de Chardin iba más allá, y afirmaba que “el cuerpo de Cristo forma el centro físico de la humanidad y de todo el mundo material”. “El cuerpo de Cristo —decía el teólogo francés— forma en la naturaleza un mundo nuevo, un organismo en movimiento y vital, en el que todos estamos unidos física y biológicamente…”.

Según lo anterior, podemos ver cómo, en la celebración eucarística, encontramos a Cristo vivo y presente de dos maneras: en el pan y el vino, que son su Cuerpo y su Sangre; y en los fieles que se reúnen y celebran, como un organismo vivo, y que son también su Cuerpo.

Ahora bien, la Eucaristía es la actualización de la presencia del Señor entre nosotros, por medio de su Cuerpo y de su Sangre. Es hacer presente, en toda su realidad, el misterio de la salvación obrado en nosotros mediante la pasión y la resurrección de Jesús. De forma tal que, en cada eucaristía, participamos directamente de la única pasión, la única muerte y la única resurrección de Cristo.

Toda esta concepción de la Iglesia como cuerpo de Cristo y de la participación en la Eucaristía tiene sus consecuencias. La negación del hermano, la ausencia de caridad, se convierten para Pablo también en una negación de la Eucaristía. No se participa válidamente en ella si le damos la espalda al otro. “Cuando ustedes se reúnen, pues, en común, eso no es comer la cena del Señor” (1 Co 11, 20), sentencia Pablo al llamar la atención de los corintios sobre su falta de caridad en las reuniones eucarísticas.

Pedro Arrupe, en un pensamiento afín al de san Pablo, declaraba que “Si en alguna parte del mundo hay hambre, entonces nuestra celebración de la Eucaristía queda de algún modo incompleta en todas las partes del mundo […]. No podemos por consiguiente recibir dignamente el Pan de Vida, si al mismo tiempo no damos pan para que vivan aquellos que lo necesitan, sean quienes sean y estén donde estén”.

Así, la Eucaristía se convierte en una exigencia de servicio. Un servicio en el que todos participamos como pueblo de Dios, “elevándonos a una comunión con él y entre nosotros mismos”, como enseña el Concilio Vaticano II (LG 7). Y tal vez es eso lo que la liturgia nos quiere enseñar proponiéndonos el relato del lavatorio de los pies.

II. El mandamiento del amor

El relato del Lavatorio de los pies da inicio a la segunda parte del evangelio de san Juan. Los especialistas han llamado a esta parte el Libro de la gloria. Junto con la parte primera, el Libro de los signos, conforma la totalidad de este evangelio. Mientras en la parte primera Jesús ha mostrado al mundo sus obras y su procedencia divina mediante signos y curaciones, en la segunda parte consuma su entrega por los hombres mediante su pasión, muerte y resurrección.


Algunos comentaristas dicen que, en este relato del lavatorio de los pies, se funden dos tradiciones de las comunidades joánicas. Un primer relato, que va de los versículos 2-5, nos mostraría el lavatorio como un ejemplo de servicio de parte de Jesús. Un segundo relato, que va de los versículos 6-10, mostraría un sentido sacramental, la purificación mediante la participación de la muerte de Cristo. Si hay razón en esta división o no, realmente no debería importarnos, más que el hecho de que el texto final nos proporciona dos visiones válidas de esta acción humilde de Cristo: la del servicio y la de la purificación.

En primera instancia, el evangelista nos quiere mostrar cómo Jesús, disponiéndose a “pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). El lavatorio de los pies pretende explicar el sentido de esa entrega. Y conocer algo del contexto del evangelio nos puede ayudar a entenderlo. Varias expresiones del texto nos serán de utilidad.

En primer lugar, el evangelista nos cuenta que Jesús, durante la cena, se levantó de la mesa y se despojó del manto. Bien sabemos lo que significaba el manto en el antiguo Israel. Era la segunda prenda que servía para arroparse durante el día y cobijarse durante la noche. “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo —dice el libro del Éxodo—, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse” (Ex 22, 25-26).

En el pensamiento judío, el manto podía significar la vida misma de la persona. Recordemos los remordimientos de David cuando cortó el manto de Saúl (1 Sm 24, 6); o a Eliseo, que tomó el manto de Elías como signo del espíritu que había heredado de este, y con él dividió las aguas del Jordán (2 Re 2, 14); o la Hemorroísa, que se curó tocando el borde del manto de Jesús (Lc 8, 44 y par.)

Jesús se despoja, pues, de su manto, es decir, se despoja de su vida misma, para servir a sus discípulos, lavándoles los pies, oficio que sólo hacían los esclavos no judíos. Cristo “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”, como escuchábamos en la carta a los Filipenses (2, 7) el domingo pasado.

De este modo, el lavatorio de los pies se convierte en expresión de la bondad de Dios sobre los hombres. Jesús, Dios hecho hombre, se abaja a cumplir el oficio de un esclavo ante sus discípulos, purificándolos mediante el lavado con agua. Así pues, es Dios quien se ha abajado para servirnos, se ha humillado por amor a nosotros, para elevarnos hacia él y para que nosotros, siguiendo su ejemplo, nos demos al servicio de los hermanos y los llevemos también hasta Dios (Mateos-Barreto, p. 592). Y esta bondad de Dios no hace distinciones; observemos que Jesús purifica incluso a Judas, aún sabiendo que lo entregaría.

En segunda instancia, este lavatorio de los pies, esta purificación, nos recuerda también el bautismo, en el que nos sumergimos, como Cristo se sumergió en la muerte, para ser purificados con Él. Ambas interpretaciones, la del servicio y la de la purificación, nos enseñan el mismo ejemplo de amor de Cristo por los hombres.

“Este es mi mandamiento: que se amen ustedes unos a otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Cristo nos enseña con sus obras la forma en que debemos amarnos unos a otros. El evangelio de Juan pone en labios de Jesús cuál es la mayor demostración del amor por el otro: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). “Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve”, nos dice también Jesús en el evangelio de Lucas (22, 27).

De este modo, la muerte de Jesús, aunque no es algo querido por Dios, sino que es más bien una consecuencia y una señal de nuestra propia injusticia, se convierte, paradójicamente, en la señal de una nueva alianza, prometida por los profetas. Es el signo de la misericordia y el amor de Dios con nosotros. Y ese es el mejor ejemplo de Jesús: el don de su propia vida.

III. Sacerdocio ministerial y servicio

La Eucaristía y el lavatorio de los pies nos llevan a que, como comunidad, vivamos en un solo ánimo de servicio mutuo, como un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. En nuestras celebraciones, Él es la cabeza y el celebrante principal, y nosotros los bautizados, como pueblo sacerdotal, celebramos con Él la vida que nos ha entregado, nuestro acceso al Padre, la venida del Reino de los Cielos hasta nosotros.

Pero esa presencia de Cristo se hace visible en los ministros que, para bien de la Iglesia y por obra del Espíritu, reciben una configuración especial con Él, mediante el sacramento del Orden. Como dice el liturgista español José Aldazábal: “Estos ministros, que para la Eucaristía son el obispo y el presbítero, representan a Cristo no sólo en su vida o en su caridad, sino en su calidad de Pastor y Cabeza de la comunidad”. Cristo está presente en todas nuestras asambleas, como cuerpo suyo que somos, pero uno de entre nosotros lo representa y lo hace visible sacramentalmente: el sacerdote.

Ahora que un hermano nuestro se prepara para acceder a las órdenes sagradas, pensemos en el papel de nuestros ministros como servidores de la comunidad de hermanos y de todos los creyentes que se acercan a nosotros, y como hombres escogidos que, en nombre de los fieles, presentan a Dios, por medio de Jesucristo, nuestras súplicas y nuestras ofrendas, y nos actualizan el misterio de la salvación por medio de la Eucaristía.

IV. ¿Qué nos dice todo esto a los hombres y mujeres de hoy?

Para concluir, ¿qué nos dice todo esto a los hombres y mujeres de hoy?


Pablo llamaba la atención a los gálatas diciéndoles: “Me maravillo de que tan pronto hayan ustedes abandonado al que los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio” (Gal 1, 6). Luego se apresura a aclarar que no hay otro evangelio, sino que algunos deforman el evangelio de Jesucristo.

Al pensar en esto, se me ocurrió que quizás podría contestarle a Pablo que, a pesar de su afirmación, sí existen otros evangelios —falsos, por supuesto—. Cada uno de ellos cuenta con su propia eucaristía y sus propios ministros.

Está, por ejemplo, el falso evangelio del dinero y el poder, su eucaristía es el capitalismo salvaje, que enriquece a pocos y empobrece cada vez a más familias en todo el mundo. Sus ministros son los banqueros, los grandes propietarios, los políticos, los latifundistas, las trasnacionales, y todas aquellas personas e instituciones que buscan el enriquecimiento a toda costa, sin importar las consecuencias. No es que estas instituciones sean malas en sí mismas, sino la intención con que son administradas. La más reciente crisis económica mundial, que llevó a la quiebra a países enteros y dejó, según cifras de la OIT, unos 16 millones de desempleados en todo el mundo (más o menos el equivalente a la población total de Chile), por culpa de las prácticas económicas de los banqueros de Wall Street, es un claro ejemplo de este falso evangelio.

De este se deriva otro falso evangelio, el del consumismo, cuya eucaristía es la publicidad, el despilfarro y la compra compulsiva de productos innecesarios y suntuosos, y cuyos ministros son los cientos de empresas que trabajan para hacernos necesitar cosas inútiles.

Otro falso evangelio es el de la guerra, cuya eucaristía es la muerte del otro, la aniquilación del que piensa distinto, del que está en la orilla opuesta, del que tiene lo que yo quiero. Sus ministros son los fabricantes y comerciantes de armas, en un mercado negro que mueve tantos o más millones de dólares al año que los que mueve el consumo de drogas.

Podría mencionar más, pero estos tres bastan para la reflexión. No nos creamos ajenos, que nosotros, casi a diario, nos convertimos en acólitos de estos falsos ministros, en estas falsas eucaristías, y a veces somos predicadores de estos falsos evangelios.

Todo para nuestro propio mal. Pensemos en lo que decía Pablo a los corintios, como ya lo decíamos al comienzo. ¿Acaso, todos los días, no tratamos un poco de imponernos nosotros a costa del hermano? Una última reflexión tal vez me ayude a explicarlo mejor.

Hace unos días veía un capítulo de la serie sobre el Planeta Tierra. Allí mostraban a una colonia de chimpancés en las selvas africanas, que planeaban un ataque contra una colonia vecina, con el fin de expandir su territorio. Al realizar el ataque y expulsar a la otra colonia, los chimpancés se apoderaron de un chimpancé enemigo, le dieron muerte y luego lo devoraron. Este episodio, que nos puede parecer tan grotesco, a la vez que repulsivo, me llevó a reflexionar sobre el parecido con nuestras sociedades humanas. Ciertamente, el chimpancé es el animal más cercano al hombre en inteligencia. O, viéndolo de otra manera, el hombre es el animal más cercano al chimpancé en des-inteligencia.

Cabría ver en este caso de los chimpancés una caricatura de nuestra historia humana. Quien tome un libro de historia, observará que ha sido siempre la historia de “civilizaciones” atacando y apoderándose unas de otras, una y otra vez.

Hablando en escala más reducida, eso forma parte también de nuestro comportamiento cotidiano. Como decía el hermano Roger de Taizé: “Parece ser que al hombre, más que de la riqueza misma, le cuesta sobre todo liberarse de la necesidad de ejercer el poder sobre sus semejantes”. Ejercer un señorío, quizás opresor, sobre los que nos rodean o comparten la vida con nosotros, es algo que con frecuencia buscamos poner en práctica en nuestra vida. La sentencia de Plauto: homo homini lupus (el hombre es lobo para el hombre), pareciera mantener siempre su actualidad.

Así, permanecemos en nuestro instinto simiesco de querer dominar y eliminar, y toda la inteligencia con que contamos, en vez de usarla para hacer que nuestra humanidad progrese y trascienda, la utilizamos más bien para hacer nuestros métodos de dominio cada vez más sofisticados. Si no, hay que ver la forma tan rápida en que evoluciona la industria de las armas de guerra; la forma tan rápida en que evolucionan los mercados de capitales, la forma tan rápida en que evolucionan los medios publicitarios del mundo del consumo. Nosotros mismos somos sus creadores, nosotros somos sus instrumentos, y a la vez somos nosotros su objeto de dominio.

Ladislaus Boros, jesuita húngaro, afirma cuál es nuestro papel como cristianos: “La esencia del cristianismo es la persona de Jesucristo: un cristianismo que se ha identificado radicalmente con el hermano. El hombre se hace cristiano en la medida en que se hace «Cristo», pero esto sólo puede lograrlo en cuanto afirma sin reservas el ser del hermano”.

Efectivamente, Jesús, con su acción humilde en el lavatorio de los pies, da la vuelta a nuestra lógica del dominio y nos dice: “Si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies a ustedes, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Es sirviéndonos unos a otros como nos elevamos hacia Dios. Es dando la vida como la recibimos y como construimos una verdadera comunidad de hermanos. Es dándonos como obtenemos la libertad de todos. “Son todos señores por ser todos servidores”, como dice Juan Mateos. Sin embargo, el don de sí mismo es algo que nos cuesta entender, en esta sociedad en la que la expresión “todo para mí” está tan arraigada. En la que siempre creemos ser los únicos poseedores de la verdad absoluta.

Cristo se entregó por nosotros, hagamos nosotros como él y demos la vida por los hermanos.

Bibliografía

BOUYER, Louis. El jueves de la Cena. En: CENTRO DE PASTORAL LITÚRGICA DE PARÍS. El misterio pascual. Salamanca : Sígueme, 1967. p. 243.

MOONEY, Christopher F. Teilhard de Chardin y el misterio de Cristo. Salamanca : Sígueme, 1967. p. 94.

TEILHARD DE CHARDIN, Pierre. Escritos del tiempo de guerra (1916-1919). Citado por: MOONEY, op. cit., p. 95.

ARRUPE, Pedro. Hambre de pan y de Evangelio. Santander : Sal Terrae, 1978. p. 39.


ALDAZÁBAL, José. Claves para la Eucaristía : Catequesis de la Eucaristía. Barcelona : Centre de Pastoral Litúrgica, 1987. p. 14.


SCHÜTZ MARSAUCHE, Roger. La unidad, esperanza de vida. [Barcelona] : Estela, 1965. p. 67.


BOROS, Ladislaus. Dios, mundo, hermano. Salamanca : Sígueme, 1973. p. 42.

MATEOS, Juan y BARRETO, Juan. El Evangelio de Juan : Análisis lingüístico y comentario exegético. Madrid: Cristiandad, 1979. p. 592.

domingo, 13 de junio de 2010