viernes, 25 de junio de 2010

Conferencia del Jueves Santo 2010

A continuación publicamos el texto de la conferencia del Jueves Santo de 2010, ofrecida por el Hno. Frey Narváez en la iglesia del Monasterio.

MUCHOS EVANGELIOS, MUCHAS EUCARISTÍAS

Un texto del capítulo 16 del evangelio según san Juan pone en labios de Jesús estas palabras: “Les conviene a ustedes que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito” (Jn 16, 7). Esta frase de Jesús nos da ya una clave feliz sobre la forma en que debemos entender el Santo Triduo Pascual, que inicia hoy con la misa de la Cena del Señor.

Cuando una mujer va a dar a luz, sabe que pasará por muchos dolores, pero al tiempo sabe que vendrá el hijo esperado, y esa alegría por el que va a nacer le hace olvidar la pena del parto, como lo señala Jesús en el mismo evangelio de san Juan (16, 21-22). En general, los creyentes siempre solemos dar un tono de tristeza a estos días del Triduo, pero con bastante frecuencia nos quedamos en los tonos grises y olvidamos la luz que hay tras el dolor, la alegría de la Pascua, la felicidad de la vida nueva en Cristo. Así pues, la Pascua empieza hoy, porque desde hoy hacemos memoria y participamos del Paso de Jesús de este mundo al Padre. Así que, como en aquel canto pascual, “¡vivamos la alegría dada a luz en el dolor!” (Nuestra Pascua, L. Deiss).

La promesa de Jesús acerca del Paráclito, que he citado al comenzar, está incluida en los discursos que, según el evangelista, dio el Salvador a sus discípulos durante la última cena, antes de su pasión. Esa promesa de vivificación por el Espíritu está inserta, pues, en los misterios que meditamos en la misa de la Cena del Señor que celebraremos esta tarde: La eucaristía y el mandamiento del amor, representado por el lavatorio de los pies. Veamos entonces qué nos quiere enseñar a nosotros la liturgia en este día.

I. La Eucaristía

El primer texto que nos aproxima al misterio de la eucaristía es el del libro del Éxodo. En él se nos narra el mandamiento recibido por Moisés de parte de Dios, para que el pueblo de Israel sacrifique un cordero, con cuya sangre se debían rociar las puertas de las casas, como señal ante el Ángel que habría de exterminar a los primogénitos egipcios. Se prescribe además la comida del cordero y la celebración de esta misma comida anualmente, de generación en generación. Este es el mandamiento fundacional del Pésaj, la pascua judía.


Encontramos, pues, tres elementos en este texto mosaico: el sacrificio del cordero, la muerte de los primogénitos y la memoria anual de esta pascua.

Y en estos tres elementos, a mi modo de ver, se observa claramente la figura de Jesucristo. Cristo es el cordero inmolado, como nos lo recordó Juan el Bautista, como nos lo recuerdan las liturgias celestiales descritas en el libro del Apocalipsis, como nos lo recuerda también la antífona de comunión de la Vigilia Pascual, tomada de la primera carta a los Corintios: “Cristo, nuestra víctima pascual, ha sido inmolado” (1 Co 5, 7). San Juan Crisóstomo, en un texto de sus Catequesis que escucharemos mañana en las vigilias, y junto con otros Padres de la Iglesia, vio también en la sangre del cordero pascual “una profecía de la sangre de Cristo” (Catequesis 3, 14).

Cristo, además, es el Primogénito de toda criatura, como nos lo dice el cántico de la carta a los Colosenses: “Él es… el Primogénito de toda criatura, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles” (Col 1, 15-16).

Y, por último, al igual que con la comida pascual prescrita por Moisés, de la cual dice el libro del Éxodo: “lo celebrarán ustedes de generación en generación” (Ex 12, 14), de ese mismo modo Jesús, nuevo Moisés, nos dice en la última cena: “hagan esto en memoria mía” (1 Co 11, 24.25).

Por tanto, podemos encontrar ya tres elementos que conectan la cena pascual de la Antigua Alianza, con la nueva comida pascual instituida por Jesús en la última cena. Él es el cordero: “Este pan es mi cuerpo que se entrega por ustedes; este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre” (Lc 22, 19.20). El es también el Primogénito que muere por nuestra salvación. Y tenemos la Eucaristía como memorial de ello, celebrado de generación en generación.

Y de esta institución eucarística, encontramos el testimonio más antiguo en el texto de la primera carta a los Corintios que escucharemos hoy en la segunda lectura. Este texto está enmarcado por una larga amonestación de Pablo por el comportamiento de los corintios durante la acción eucarística. En estas reuniones, los ricos comían la cena fraterna, previa a la eucaristía propiamente dicha, sin esperar a que llegaran los pobres que tenían que caminar desde el campo, pues en su gran mayoría eran jornaleros. Así, cuando los pobres llegaban, ya los ricos habían comido.

De esta manera, Pablo les reprocha: “Así pues, tal como ustedes se reúnen en común no es posible comer la cena del Señor, pues cada uno se adelanta a comer su propia cena, y uno pasa hambre mientras que otro está ebrio. ¿Es que no tienen ustedes casa para comer y beber? ¿O quieren despreciar a la Iglesia de Dios y avergonzar a los que no tienen?” (1 Co 11, 20-22).

Ante este comportamiento de los corintios, Pablo les recuerda el porqué y el para qué de la Eucaristía. El porqué está en la memoria de la Nueva Alianza, que ya mencionamos: “Haced esto en memoria mía”. El para qué está en el anuncio de la muerte del Señor. Este porqué y este para qué están abarcados por un marco temporal, que inicia “la noche en que iba a ser entregado” y termina “hasta que vuelva”. De este modo, el misterio de la Pascua cristiana está en permanente actualización. Cada vez que se celebra la Eucaristía, hacemos viva la presencia del Señor, en medio de la comunidad y materializado —por así decirlo— en la misma comunidad cristiana, que es también el Cuerpo de Cristo. Como lo expresó Louis Bouyer, Cristo, en la última cena “invitó al banquete mesiánico, al banquete de la reconciliación, a todos los hijos de Dios dispersos, a quienes su muerte voluntaria debía reunir en su propio cuerpo”. Y Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis mistagógicas (IV, 3), decía que, al tomar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos hacemos “concorpóreos y consanguíneos” suyos, es decir, nos hacemos un solo cuerpo y sangre con él.

Teilhard de Chardin iba más allá, y afirmaba que “el cuerpo de Cristo forma el centro físico de la humanidad y de todo el mundo material”. “El cuerpo de Cristo —decía el teólogo francés— forma en la naturaleza un mundo nuevo, un organismo en movimiento y vital, en el que todos estamos unidos física y biológicamente…”.

Según lo anterior, podemos ver cómo, en la celebración eucarística, encontramos a Cristo vivo y presente de dos maneras: en el pan y el vino, que son su Cuerpo y su Sangre; y en los fieles que se reúnen y celebran, como un organismo vivo, y que son también su Cuerpo.

Ahora bien, la Eucaristía es la actualización de la presencia del Señor entre nosotros, por medio de su Cuerpo y de su Sangre. Es hacer presente, en toda su realidad, el misterio de la salvación obrado en nosotros mediante la pasión y la resurrección de Jesús. De forma tal que, en cada eucaristía, participamos directamente de la única pasión, la única muerte y la única resurrección de Cristo.

Toda esta concepción de la Iglesia como cuerpo de Cristo y de la participación en la Eucaristía tiene sus consecuencias. La negación del hermano, la ausencia de caridad, se convierten para Pablo también en una negación de la Eucaristía. No se participa válidamente en ella si le damos la espalda al otro. “Cuando ustedes se reúnen, pues, en común, eso no es comer la cena del Señor” (1 Co 11, 20), sentencia Pablo al llamar la atención de los corintios sobre su falta de caridad en las reuniones eucarísticas.

Pedro Arrupe, en un pensamiento afín al de san Pablo, declaraba que “Si en alguna parte del mundo hay hambre, entonces nuestra celebración de la Eucaristía queda de algún modo incompleta en todas las partes del mundo […]. No podemos por consiguiente recibir dignamente el Pan de Vida, si al mismo tiempo no damos pan para que vivan aquellos que lo necesitan, sean quienes sean y estén donde estén”.

Así, la Eucaristía se convierte en una exigencia de servicio. Un servicio en el que todos participamos como pueblo de Dios, “elevándonos a una comunión con él y entre nosotros mismos”, como enseña el Concilio Vaticano II (LG 7). Y tal vez es eso lo que la liturgia nos quiere enseñar proponiéndonos el relato del lavatorio de los pies.

II. El mandamiento del amor

El relato del Lavatorio de los pies da inicio a la segunda parte del evangelio de san Juan. Los especialistas han llamado a esta parte el Libro de la gloria. Junto con la parte primera, el Libro de los signos, conforma la totalidad de este evangelio. Mientras en la parte primera Jesús ha mostrado al mundo sus obras y su procedencia divina mediante signos y curaciones, en la segunda parte consuma su entrega por los hombres mediante su pasión, muerte y resurrección.


Algunos comentaristas dicen que, en este relato del lavatorio de los pies, se funden dos tradiciones de las comunidades joánicas. Un primer relato, que va de los versículos 2-5, nos mostraría el lavatorio como un ejemplo de servicio de parte de Jesús. Un segundo relato, que va de los versículos 6-10, mostraría un sentido sacramental, la purificación mediante la participación de la muerte de Cristo. Si hay razón en esta división o no, realmente no debería importarnos, más que el hecho de que el texto final nos proporciona dos visiones válidas de esta acción humilde de Cristo: la del servicio y la de la purificación.

En primera instancia, el evangelista nos quiere mostrar cómo Jesús, disponiéndose a “pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). El lavatorio de los pies pretende explicar el sentido de esa entrega. Y conocer algo del contexto del evangelio nos puede ayudar a entenderlo. Varias expresiones del texto nos serán de utilidad.

En primer lugar, el evangelista nos cuenta que Jesús, durante la cena, se levantó de la mesa y se despojó del manto. Bien sabemos lo que significaba el manto en el antiguo Israel. Era la segunda prenda que servía para arroparse durante el día y cobijarse durante la noche. “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo —dice el libro del Éxodo—, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse” (Ex 22, 25-26).

En el pensamiento judío, el manto podía significar la vida misma de la persona. Recordemos los remordimientos de David cuando cortó el manto de Saúl (1 Sm 24, 6); o a Eliseo, que tomó el manto de Elías como signo del espíritu que había heredado de este, y con él dividió las aguas del Jordán (2 Re 2, 14); o la Hemorroísa, que se curó tocando el borde del manto de Jesús (Lc 8, 44 y par.)

Jesús se despoja, pues, de su manto, es decir, se despoja de su vida misma, para servir a sus discípulos, lavándoles los pies, oficio que sólo hacían los esclavos no judíos. Cristo “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”, como escuchábamos en la carta a los Filipenses (2, 7) el domingo pasado.

De este modo, el lavatorio de los pies se convierte en expresión de la bondad de Dios sobre los hombres. Jesús, Dios hecho hombre, se abaja a cumplir el oficio de un esclavo ante sus discípulos, purificándolos mediante el lavado con agua. Así pues, es Dios quien se ha abajado para servirnos, se ha humillado por amor a nosotros, para elevarnos hacia él y para que nosotros, siguiendo su ejemplo, nos demos al servicio de los hermanos y los llevemos también hasta Dios (Mateos-Barreto, p. 592). Y esta bondad de Dios no hace distinciones; observemos que Jesús purifica incluso a Judas, aún sabiendo que lo entregaría.

En segunda instancia, este lavatorio de los pies, esta purificación, nos recuerda también el bautismo, en el que nos sumergimos, como Cristo se sumergió en la muerte, para ser purificados con Él. Ambas interpretaciones, la del servicio y la de la purificación, nos enseñan el mismo ejemplo de amor de Cristo por los hombres.

“Este es mi mandamiento: que se amen ustedes unos a otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Cristo nos enseña con sus obras la forma en que debemos amarnos unos a otros. El evangelio de Juan pone en labios de Jesús cuál es la mayor demostración del amor por el otro: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). “Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve”, nos dice también Jesús en el evangelio de Lucas (22, 27).

De este modo, la muerte de Jesús, aunque no es algo querido por Dios, sino que es más bien una consecuencia y una señal de nuestra propia injusticia, se convierte, paradójicamente, en la señal de una nueva alianza, prometida por los profetas. Es el signo de la misericordia y el amor de Dios con nosotros. Y ese es el mejor ejemplo de Jesús: el don de su propia vida.

III. Sacerdocio ministerial y servicio

La Eucaristía y el lavatorio de los pies nos llevan a que, como comunidad, vivamos en un solo ánimo de servicio mutuo, como un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. En nuestras celebraciones, Él es la cabeza y el celebrante principal, y nosotros los bautizados, como pueblo sacerdotal, celebramos con Él la vida que nos ha entregado, nuestro acceso al Padre, la venida del Reino de los Cielos hasta nosotros.

Pero esa presencia de Cristo se hace visible en los ministros que, para bien de la Iglesia y por obra del Espíritu, reciben una configuración especial con Él, mediante el sacramento del Orden. Como dice el liturgista español José Aldazábal: “Estos ministros, que para la Eucaristía son el obispo y el presbítero, representan a Cristo no sólo en su vida o en su caridad, sino en su calidad de Pastor y Cabeza de la comunidad”. Cristo está presente en todas nuestras asambleas, como cuerpo suyo que somos, pero uno de entre nosotros lo representa y lo hace visible sacramentalmente: el sacerdote.

Ahora que un hermano nuestro se prepara para acceder a las órdenes sagradas, pensemos en el papel de nuestros ministros como servidores de la comunidad de hermanos y de todos los creyentes que se acercan a nosotros, y como hombres escogidos que, en nombre de los fieles, presentan a Dios, por medio de Jesucristo, nuestras súplicas y nuestras ofrendas, y nos actualizan el misterio de la salvación por medio de la Eucaristía.

IV. ¿Qué nos dice todo esto a los hombres y mujeres de hoy?

Para concluir, ¿qué nos dice todo esto a los hombres y mujeres de hoy?


Pablo llamaba la atención a los gálatas diciéndoles: “Me maravillo de que tan pronto hayan ustedes abandonado al que los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio” (Gal 1, 6). Luego se apresura a aclarar que no hay otro evangelio, sino que algunos deforman el evangelio de Jesucristo.

Al pensar en esto, se me ocurrió que quizás podría contestarle a Pablo que, a pesar de su afirmación, sí existen otros evangelios —falsos, por supuesto—. Cada uno de ellos cuenta con su propia eucaristía y sus propios ministros.

Está, por ejemplo, el falso evangelio del dinero y el poder, su eucaristía es el capitalismo salvaje, que enriquece a pocos y empobrece cada vez a más familias en todo el mundo. Sus ministros son los banqueros, los grandes propietarios, los políticos, los latifundistas, las trasnacionales, y todas aquellas personas e instituciones que buscan el enriquecimiento a toda costa, sin importar las consecuencias. No es que estas instituciones sean malas en sí mismas, sino la intención con que son administradas. La más reciente crisis económica mundial, que llevó a la quiebra a países enteros y dejó, según cifras de la OIT, unos 16 millones de desempleados en todo el mundo (más o menos el equivalente a la población total de Chile), por culpa de las prácticas económicas de los banqueros de Wall Street, es un claro ejemplo de este falso evangelio.

De este se deriva otro falso evangelio, el del consumismo, cuya eucaristía es la publicidad, el despilfarro y la compra compulsiva de productos innecesarios y suntuosos, y cuyos ministros son los cientos de empresas que trabajan para hacernos necesitar cosas inútiles.

Otro falso evangelio es el de la guerra, cuya eucaristía es la muerte del otro, la aniquilación del que piensa distinto, del que está en la orilla opuesta, del que tiene lo que yo quiero. Sus ministros son los fabricantes y comerciantes de armas, en un mercado negro que mueve tantos o más millones de dólares al año que los que mueve el consumo de drogas.

Podría mencionar más, pero estos tres bastan para la reflexión. No nos creamos ajenos, que nosotros, casi a diario, nos convertimos en acólitos de estos falsos ministros, en estas falsas eucaristías, y a veces somos predicadores de estos falsos evangelios.

Todo para nuestro propio mal. Pensemos en lo que decía Pablo a los corintios, como ya lo decíamos al comienzo. ¿Acaso, todos los días, no tratamos un poco de imponernos nosotros a costa del hermano? Una última reflexión tal vez me ayude a explicarlo mejor.

Hace unos días veía un capítulo de la serie sobre el Planeta Tierra. Allí mostraban a una colonia de chimpancés en las selvas africanas, que planeaban un ataque contra una colonia vecina, con el fin de expandir su territorio. Al realizar el ataque y expulsar a la otra colonia, los chimpancés se apoderaron de un chimpancé enemigo, le dieron muerte y luego lo devoraron. Este episodio, que nos puede parecer tan grotesco, a la vez que repulsivo, me llevó a reflexionar sobre el parecido con nuestras sociedades humanas. Ciertamente, el chimpancé es el animal más cercano al hombre en inteligencia. O, viéndolo de otra manera, el hombre es el animal más cercano al chimpancé en des-inteligencia.

Cabría ver en este caso de los chimpancés una caricatura de nuestra historia humana. Quien tome un libro de historia, observará que ha sido siempre la historia de “civilizaciones” atacando y apoderándose unas de otras, una y otra vez.

Hablando en escala más reducida, eso forma parte también de nuestro comportamiento cotidiano. Como decía el hermano Roger de Taizé: “Parece ser que al hombre, más que de la riqueza misma, le cuesta sobre todo liberarse de la necesidad de ejercer el poder sobre sus semejantes”. Ejercer un señorío, quizás opresor, sobre los que nos rodean o comparten la vida con nosotros, es algo que con frecuencia buscamos poner en práctica en nuestra vida. La sentencia de Plauto: homo homini lupus (el hombre es lobo para el hombre), pareciera mantener siempre su actualidad.

Así, permanecemos en nuestro instinto simiesco de querer dominar y eliminar, y toda la inteligencia con que contamos, en vez de usarla para hacer que nuestra humanidad progrese y trascienda, la utilizamos más bien para hacer nuestros métodos de dominio cada vez más sofisticados. Si no, hay que ver la forma tan rápida en que evoluciona la industria de las armas de guerra; la forma tan rápida en que evolucionan los mercados de capitales, la forma tan rápida en que evolucionan los medios publicitarios del mundo del consumo. Nosotros mismos somos sus creadores, nosotros somos sus instrumentos, y a la vez somos nosotros su objeto de dominio.

Ladislaus Boros, jesuita húngaro, afirma cuál es nuestro papel como cristianos: “La esencia del cristianismo es la persona de Jesucristo: un cristianismo que se ha identificado radicalmente con el hermano. El hombre se hace cristiano en la medida en que se hace «Cristo», pero esto sólo puede lograrlo en cuanto afirma sin reservas el ser del hermano”.

Efectivamente, Jesús, con su acción humilde en el lavatorio de los pies, da la vuelta a nuestra lógica del dominio y nos dice: “Si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies a ustedes, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Es sirviéndonos unos a otros como nos elevamos hacia Dios. Es dando la vida como la recibimos y como construimos una verdadera comunidad de hermanos. Es dándonos como obtenemos la libertad de todos. “Son todos señores por ser todos servidores”, como dice Juan Mateos. Sin embargo, el don de sí mismo es algo que nos cuesta entender, en esta sociedad en la que la expresión “todo para mí” está tan arraigada. En la que siempre creemos ser los únicos poseedores de la verdad absoluta.

Cristo se entregó por nosotros, hagamos nosotros como él y demos la vida por los hermanos.

Bibliografía

BOUYER, Louis. El jueves de la Cena. En: CENTRO DE PASTORAL LITÚRGICA DE PARÍS. El misterio pascual. Salamanca : Sígueme, 1967. p. 243.

MOONEY, Christopher F. Teilhard de Chardin y el misterio de Cristo. Salamanca : Sígueme, 1967. p. 94.

TEILHARD DE CHARDIN, Pierre. Escritos del tiempo de guerra (1916-1919). Citado por: MOONEY, op. cit., p. 95.

ARRUPE, Pedro. Hambre de pan y de Evangelio. Santander : Sal Terrae, 1978. p. 39.


ALDAZÁBAL, José. Claves para la Eucaristía : Catequesis de la Eucaristía. Barcelona : Centre de Pastoral Litúrgica, 1987. p. 14.


SCHÜTZ MARSAUCHE, Roger. La unidad, esperanza de vida. [Barcelona] : Estela, 1965. p. 67.


BOROS, Ladislaus. Dios, mundo, hermano. Salamanca : Sígueme, 1973. p. 42.

MATEOS, Juan y BARRETO, Juan. El Evangelio de Juan : Análisis lingüístico y comentario exegético. Madrid: Cristiandad, 1979. p. 592.

1 comentario:

  1. Muy buen artículo, con gran profundidad teológica y un excelente conocimiento de fuentes. Ojalá sigan colgando del blog textos tan edificantes como éste

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